Tan arraigada estaba en España la crueldad que aún hoy no hemos conseguido erradicarla
Pertenezco a esa generación que cuando le decía a una madre que quería un perro, ella contestaba sin rodeos: "Bastante tengo con vosotros". Nosotros. En cuatro palabras eras informado de que no, de que nunca, de que tu vida no era una serie americana y de que siendo niña integrante de una familia numerosa te podías poner a la cola para que se te comprara, ¿un perro?, vamos, anda: una trenca. Pertenezco a esa generación que aún veía a los gatos como bichos salvajes, habitantes de la intemperie, visitantes furtivos de los patios a los que acudían para comer las sobras a cambio de acabar con los ratones de las cambras, de los sobrados. Pertenezco a esa generación de niñas que, aun estremecida por la crueldad de los mozos con lostoros embolaos, había sido educada para observar sin juzgar la brutalidad de los hombres y de los aprendices de hombres. Las niñas veíamos el deplorable espectáculo desde los balcones y, por fortuna, se nos permitía tener piedad y ser cobardes. La valentía del bruto, menuda patochada. Pertenezco a esa generación de criaturas que ha visto pegarle una patada a una perra preñada con total naturalidad para echarla de un bar en el que había entrado en busca de su dueño, que aun tratándola mal obtenía de ella una lealtad humillada. Esa crueldad hacia los animales no era algo aislado, entraba en el catálogo de maltrato a los más débiles, del abuso del fuerte al que no puede ni tiene derecho a defenderse. Y ahí entraban los niños, las mujeres, los tonticos del pueblo, los chicos torpes. No puedo quejarme de haber tenido una infancia dura, muy al contrario, disfruté de una libertad de la que ahora la mayoría de los niños carecen, pero como niña sensible y observadora que era padecía con esas muestras de crueldad con el débil que en España eran entonces habituales.