Albert Einstein dijo que nada sería más beneficioso para la salud del hombre y para el planeta que una alimentación vegetariana.
Eso fue en el siglo pasado. Décadas después tenemos evidencias
científicas de que esa salud, la nuestra y la del mundo, se resiente
peligrosamente, y los datos dan la razón a Einstein.
El movimiento ecologista crece en todo el mundo; el cambio climático se
ha colado entre las principales preocupaciones de las instituciones de
todo el planeta; el medio ambiente es un capítulo ineludible en los
programas electorales de las fuerzas políticas. Se habla de ahorro y
eficiencia energética, de reducción y gestión de residuos, de la
protección de determinados espacios naturales... Nadie duda de que todo
ello es imprescindible, y bienvenidas sean todas las medidas para
avanzar en todos esos ámbitos.
Avanzamos hacia la
idea de que cualquier actividad que dañe el medio ambiente debe ser
controlada, limitada, o incluso erradicada. Sin embargo, la producción de animales para servir de comida a los humanos es una actividad protegida, subvencionada con fondos públicos como sector económico básico, y ello a pesar de que es la mayor contribuyente al cambio climático, al deterioro de la biodiversidad, y, aunque cueste creerlo, a las hambrunas de buena parte de la población humana.