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En la foto se ve a alguien tendido en el suelo: está muerto. A su alrededor, varios hombres. Uno de ellos, que lleva un chaleco naranja de seguridad, se dispone a taparlo con una sábana blanca: su sudario. Tres más contemplan la escena: con los brazos cruzados, dos de ellos se ríen abiertamente; el otro lo mira con una media sonrisa de desprecio y flexiona una rodilla, como si fuera a dar un puntapié al cuerpo exangüe. Acaso lo haya hecho. Al fondo, encaramados a la barrera de hierro oxidado, hay dos niños. Nadie los aparta de allí. Bajo el cadáver se aprecia un pequeño charco: probablemente, se orinó antes de expirar. Se meó de miedo. Y nadie aparta a los niños de ahí, y los hombres se ríen y se regocijan ante el triunfo de esa desesperación, de esa impotencia.
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